La idea de ver nuestra mente como la gran responsable de nuestros problemas y desgracias, y la pretensión de detenerla para ponerles fin, se está extendiendo cada vez más entre las personas que están despertando a un nuevo nivel de consciencia.
Dicha idea encuentra su arraigo en tradiciones milenarias como el budismo Zen y su difundido propósito de “aniquilar la mente”, al igual que en las popularizadas prácticas de la relajación y la meditación, a las cuales algunos asignan el objetivo de “poner la mente en blanco”.
No obstante, no es difícil imaginar cuanto éxito podría llegar a tener un novel jinete al intentar frenar un brioso caballo que se encontrara desbocado. Pues en cierta forma nuestro instrumento de relación con el mundo -nuestra mente- se encuentra así, desatada, sin control. Su impulsividad la lleva a hacer de forma automática aquello para la cual tiene siglos entrenándose: resolver problemas.
¿Y qué hace si no encuentra problemas?
Pues apelará a una de sus capacidades: la de inventarlos, simulando escenarios. ¿Qué pasaría si sucediera tal o cual cosa? – nos planteará.
De esa manera, la mente se mantiene “en forma”, gracias a imaginar posibles cursos de acción ante supuestos futuros, casi siempre amenazantes y atemorizantes, para intentar resolverlos.
Además la mente dispone de otro recurso que le encanta utilizar: “rumiar el pasado”. Darle vueltas y vueltas a situaciones vividas de las que no salimos muy bien parados, para intentar recomponerlas con nuestra imaginación, mientras nos castigamos a nosotros mismos con el látigo de la culpa y del remordimiento.
En lo personal he encontrado una táctica que me ha funcionado bastante bien al conducir mi mente: tratarla amistosamente, como a una amiga. Interesándome por ella, queriendo conocerla mejor, entendiendo sus motivaciones y buscando comprender qué es lo que origina su incesante actividad.
De manera que más que intentar pararla me centro en domesticarla, lo cual lleva implícito un reconocimiento a su relativa independencia y a su carácter compulsivo, irrefrenable. Al hacerlo introducimos un elemento fundamental para el desarrollo de la consciencia: el reconocimiento de que la mente y “yo” somos entidades distintas.
Cuando actúo comprensivamente hacia mi mente, cada tanto surge en mí la pregunta: ¿Quién o qué observa mi mente?
Esa pregunta no requiere ser respondida. El solo hecho de formulárnosla nos sitúa en el rol de observadores, de testigos de algo distinto a nuestra verdadera identidad. Introduce una distancia entre la mente y quien la observa.
Nos habremos situado en la consciencia de Ser.
Vladimir Gómez Carpio
Consultor en procesos de transformación personal y organizativa
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